Todo ocurrió una tarde cualquiera en un semáforo averiado
cualquiera. Los vehículos protestaban en una algarabía de pitos e
insultos mientras dos taxistas se culpaban mutuamente de un accidente
y un policía tomaba apuntes frenéticos en una libretita.
Nadie se dio cuenta de en qué momento apareció, de repente estaba
ahí sin más.
Cabello azabache, piernas larguísimas y pechos ingrávidos. Los
vehículos dejaron de pitar y hasta los motores parecieron ronronear
inquietos ante la presencia sobrenatural.
El policía seguía rayando la libreta sin mirar, el forcejeo entre
los taxistas se convirtió en un abrazo acompañado de bocas
babeantes, el mimo no pudo evitar exclamar “madre santa”, el
abuelo Edgardo recuperó la erección perdida desde mil novecientos
noventa y ocho, a dos niños les cambió la voz y hasta juraría que
les empezó a salir pelo en la cara, los novios soltaban con disimulo
las manos de sus novias y estas en lugar de enfadarse les palmeaban
el hombro comprensivas.
“Hemos terminado” dijo Sandra a Daniel quien preguntó sin
interés alguno si era porque él estaba mirando aquella extraordinaria
aparición.
“No, es que ahora soy lesbiana” replicó ella apartándose.
Los integrantes del atasco se apiñaban en la esquina y un par de
autos se redujeron a acordeones sin que sus dueños hicieran nada por
evitarlo. Un médico que se dirigía a su casa sacó el fonendoscopio
y se auscultó a sí mismo ante una evidente taquicardia. “A la
mierda” dijo arrojando el cacharro al suelo y siguió mirando.
Alguien sacó el teléfono con la intención de tomar una foto y
aquel ser etéreo se dio la vuelta.
“No te vayas” exclamaron todos en un único grito de
sincronización perfecta.
“Yo voy contigo” dijo Daniel abandonando a Sandra quien lo golpeó con el bolso al grito de “Ella es mía hijo de puta”.
“Yo voy contigo” dijo Daniel abandonando a Sandra quien lo golpeó con el bolso al grito de “Ella es mía hijo de puta”.
El abuelo Edgardo apuntaba a todos, ahora no sólo con su pene, sino
también con su paraguas y lanzaba miradas belicosas como si
nuevamente estuviera en la guerra de Corea; Vanessa, que había
ensayado su femenina voz durante años ahora gritaba con tono de
barítono que se alejaran de su chica, el mimo atacaba con una espada
invisible hasta que un motociclista lo golpeó con un casco muy real,
los ex-lampiños se intentaban sacar los ojos uno al otro y un novio
del que nunca supimos el nombre arremetió contra todos usando como
arma un tacón de su (ex)novia que rodó por el suelo cuando se lo quitaron.
El caos se abalanzó sobre la esquina hasta que un disparo se impuso
por encima de los ruidos apocalípticos de la gresca.
“Quietos todos” gritó el policía con los ojos inyectados de
deseo y con voz almibarada añadió “Señorita permítame
escoltarla hasta...”.
No supimos a dónde la quería escoltar aquel infeliz, ella se había
evaporado.
Todos miraron confundidos a su alrededor y uno que otro hasta buscó
debajo de los autos. “Tal vez era un ángel” aventuró uno de los
muchachos, que había recuperado la voz aflautada y perdido el vello
corporal. “Debió ser eso” comentó Edgardo con el pene mustio.
En la pequeña casa azul justo frente al semáforo alguien había
dado un furioso portazo. Esta vez no había podido dar ni diez pasos
en la calle antes de que se desencadenara la locura.
Se quitó los zapatos dejando al descubierto unos pies delicados y al
agarrarse para mantener el equilibrio se dio de frente con su
reflejo, su maravilloso y deslumbrante reflejo.
Le arrojó enfadada un manolo al espejo y se sentó a llorar su
maldición. Unas manos perfectas cubrieron su rostro de ángel y las
lágrimas rodaron haciendo que se corriera el maquillaje con el que en
vano había intentado afearse un poco para poder salir.