sábado, 31 de enero de 2015

Te engañé (Y volveré a hacerlo)


Te engañé. Durante las últimas dos semanas ha habido alguien más en mi vida. Ahora ya sabes qué hacía cuando me perdía de tu vista.
Te he sido infiel y debo decir que no me arrepiento, que lo hice una vez, me gustó y seguí haciéndolo…y seguiré haciéndolo, mejor dicho.
Sin pudor alguno te diré que fue tu culpa. Haz memoria y recordarás como hace dos semanas te largaste toda una noche dejándome solo. Tú no estabas y él sí (He dicho él, no escuchaste mal. Cambia esa cara). Te equivocas si crees que te estoy pidiendo perdón, nada más lejos. Sólo he querido dejar las cosas claras, y ya que siempre te la has dado de muy moderna, informarte que de ahora en adelante tendrás que aprender a convivir con ellos. ¡Sí, ellos! Me gustó y he decidido probar con más. Siempre volveré a ti a pasar el rato, pero me veré con ellos una y otra vez sin que puedas hacer nada por impedirlo.
¿No te gusta? Pues no haberme dejado solo aquella noche, internet. Ahora tendrás que soportar a los libros que entraron en mi vida.

domingo, 25 de enero de 2015

El camino de las plantas canívoras

Domingo, cinco de la mañana. Salí arrastrando mis pies mientras intentaba mantener los ojos abiertos. Turno de día en el centro comercial a una hora de mi casa. 
Miro bostezante a todos lados y no veo rastro alguno de buses o colectivos. No hay ni un miserable taxi y mi expediente no soporta otra llegada tarde. Justo hoy el hijo de puta Ospino está como coordinador. 
De repente en la lejanía, como en un viejo capítulo de capitán Centella, aparece Charlie con su pulsar 220. Esa es su consentida, el amor de sus amores. Nadie ha querido jamás a nadie como ama aquel hombre a su moto. 
-¡CHARLIEEEEE!  
Charlie detiene su vehículo y me ve del otro lado de la circunvalación. Me hace una seña con la mano y yo agito el brazo indicándole que quiero que se acerque. 
Charlie sube la moto por el puente peatonal y se pone a mi lado en pocos segundos. 
-¿Qué más compa? ¿Uniformado un domingo a esta hora? ¡No seas tan marica! 
-Me tocó trabajar. Ya sabes que no todos somos unos Rockefeller como tú.  
Seguimos hablando un par de minutos. Charlie venía de una fiesta y no había bebido porque en primer lugar debía conducir su moto y en segundo lugar quería tirarse a una chica famosa por volverse de fácil acceso tras beber. Debió haberlo logrado porque se le veía contento. 
-Charlie compadre, necesito un favor tuyo. 
-Sabía que no me llamaste para saludar. Plata no tengo, te la canto de una. 
-No es eso. Es que no consigo transporte y no quiero llegar tarde. Tengo dos llamados de atención por llegar con retraso al puesto. 
-Ok, compa. En moto vamos sobrados de tiempo, dame un minuto que vaya a casa por el otro casco y salimos. 
-Listo mijito, le debo una. 
Cinco minutos después Charlie había regresado. 
-¡Mierda Charlie! No me puedo poner eso. 
-¿Qué tiene de malo? 
-¡Que es rosado gran pendejo! 
-¿Y? 
-¿Cómo que “y”? ¿Sabes lo que va a pasar si nos ve alguno del barrio juntos en una moto y uno de nosotros llevando un casco rosado? 
-Pues si no es con ese no hay de otra. Es el único que tengo y lo escogió mi novia porque sólo lo suelo usar para llevarla a ella. Te estás portando de una forma muy inmadura, viejito. 
-Usa tú ese entonces. 
-¿Te crees que soy marica? No me pongo esa mierda ni loco. Mi moto, mis reglas. Ponte esa cosa y vámonos. 
A regañadientes me puse el casco rosa y me subí a la moto tratando de dejar la mayor separación posible entre Charlie y yo. 
El casco no tenía visera lo que incomodaba doblemente porque la brisa me escocía en los ojos y no podía ocultarme de conocidos que vinieran regresando de alguna rumba. 
Lo del casco rosa en realidad personalmente me parecía una estupidez, pero estaba rodeado de vecinos idiotas y amigos que pasaban los treinta y seguían siendo adolescentes retrasados. No quería darles munición para joderme durante los próximos noventa años. 
Aún pensaba en todo eso cuando Charlie detuvo la pulsar. Había un atasco gigantesco e inusual a esas horas. Seguramente un accidente más adelante. 
-Tranquilo parcero que conozco un atajo. 
Le dije que sí distraído y Charlie se subió a la acera. Al llegar a la esquina se metió en contravía y salimos a un lugar en el que dominaba el verde. 
-¡Marica qué hiciste, son las plantas carnívoras! 
-¿Quieres llegar o no? 
-Sí, pero si nos ven nos la montan hasta el fin de nuestros días. 
La calle en la que estábamos, era la zona de los moteles. Todas las fachadas estaban ocultas tras una tupida vegetación. Laureles en su mayoría. 
Las parejas pasaban disimulando y desaparecían tras las plantas que en la ciudad acabamos por llamar carnívoras por la forma en que engullían tortolitos. 
Llegamos al otro extremo del camino de las plantas carnívoras y Charlie me llamó pendejo paranoico. Empecé a reírme de mí y el pito de un auto me hizo ahogar la carcajada. 
Ya estábamos de nuevo en la circunvalación y un destartalado Sprint verde nos saludaba mientras un gordo con la cara llena de granos se asomaba por la ventana grabando con el teléfono. 
-Hola parejita. 
-Gordo hijueputa. 
-Que lindo: Dos amigos descubren el amor. 
-Vaya a que lo rompan. 
-Roto vienes tú jajaja. Cuenten dónde estaban ¿Paraíso griego? ¿Las mil una noches? ¿Valhalla del amor? 
No alcancé a ver quién conducía pero escuché su voz. Era el flaco Anaya. Con ellos dos chicas del barrio que sonrojadas miraban hacia el suelo tal vez creyéndose las bromas de los dos idiotas esos. 
-¿Gordo, cuál es el papá y cuál la mamá?- Preguntó el flaco. 
-¿Cuál va a ser? El muerde almohadas es el del casco rosa, eso fijo. 
Me quité el casco y se lo arrojé al gordo a la cara. Su nariz empezó a sangrar y Anaya temeroso alejó el sprint. 
-¡Marica, el casco!- Rugió Charlie pero no se detuvo, tal vez asustado por la cara del gordo. 
Avanzamos unos pocos metros y caímos directos a un retén policial. Nos detuvieron porque yo no llevaba casco y al requisarnos le encontraron algunos gramos de coca a Charlie. 
Definitivamente no llegaría a tiempo al centro comercial. Charlie estaba demasiado abatido para culparme a mí pero lo escuché todo el camino a la estación murmurar: 
-Todo por el puto casco rosado.

jueves, 22 de enero de 2015

Miedo

Miedo es despertarme y que no estés a mi lado
Miedo es sentir miedo y no encontrar tu mano


martes, 13 de enero de 2015

Libres

Hoy entró un señor por la ventana. Nos dijo que éramos libres y mientras apuntaba nervioso para todos lados con una ametralladora, nos hacía señas con la cabeza para que saliéramos por donde él entró.
Parece que no sabía que en nuestra comunidad no hay cerraduras ni candados. Sólo tenía que haber empujado la puerta y le habríamos dicho que estábamos bien y que somos libres. Simplemente no queremos salir.
Quería saber por qué trabajábamos sin paga y le expliqué que nos enseñaron que el trabajo es lo que nos perfecciona. Le dije que no cobrábamos porque el dinero carece de sentido cuando no falta nada. Tenemos comida, recreación, ropas bonitas; el maestro siempre nos pregunta si necesitamos algo más y siempre contestamos que somos felices.
Debe ser cierto, porque nadie miente en nuestra comunidad.
Nos preguntó si no queríamos salir a ver el mundo con nuestros ojos. Le explicamos que lo hemos visto en la televisión, en internet y en la prensa. Hay guerras, violencia, racismo, desigualdad. Aquí todos somos iguales, no existen diferencias de ningún tipo y todas las muertes son naturales.
Él parecía no entender nada. Por alguna razón hablaba a todos pero me miraba siempre a mí, a los ojos, suplicando, como conformándose si por lo menos yo lo siguiera. Me preguntó si era libre de amar a quién quisiera y le dije que sí. Que aún no había hallado el amor pero que un día lo encontraría y sería mi elección. En nuestra comunidad si hay algo que abunda es el amor.
Hice espacio en mi banca, frente a mi mesa de trabajo, y le dije que en los brazos del maestro siempre hay cabida para un hermano más. Me miró a los ojos y ahora era yo la que suplicaba con la mirada.

Arrojó su arma por la ventana y se sentó.

lunes, 12 de enero de 2015

Segunda primera cita

Voy a ponerme una camisa planchada
para que veas que he madurado
pero no una nueva
para que no pienses que estreno por ti

Voy a usar la fragancia que te gusta
y cuando lo menciones
fingiré que es pura coincidencia
y diré que no lo sabía

Voy a mencionar algunos buenos momentos
y me inventaré alguno
para avergonzarte por no recordarlo
y luego te perdonaré la mala memoria

Te dejaré en la puerta como un caballero
y no te besaré
mucho menos intentaré entrar
aunque tenga que ducharme con agua fría

miércoles, 7 de enero de 2015

Tam-tam-tam



Tam-tam-tam
-Maldito tarado- Fueron las primeras palabras que dije ese día. Siete de la mañana y él ya estaba sentado en la terraza tocando su tambor de forma monótona, sin el más mínimo sentido del ritmo. Cómo si inconscientemente buscara tocarle los huevos al vecindario.
Aquel mocoso y su madre habían llegado unos seis meses antes acabando con mi amado silencio.
El silencio era muy importante para mí. En diez años de matrimonio no me planteé jamás tener hijos (aunque mi mujer me lo suplicó en más de una ocasión) porque no estaba dispuesto a dejar que el llanto de un bebé acabara con mi tranquilidad.
Con el tiempo mi mujer dejó de insistir. No quería traer un niño a recibir golpes por perturbar mi silencio. A ella le sucedió un par de veces.
Tam-tam-tam
-Puto idiota.
-Déjalo en paz. ¿No ves que es mongolito?
Ese era el atenuante que mi mujer esgrimía siempre a favor del chico del tambor: Que era “mongolito”.
Yo no creía que fuera síndrome de down lo que aquejaba a aquel desdichado, no presentaba las características propias de ese mal. Algún problema tenía pero creo que no era eso.
Se decía que había sido un niño normal hasta que su padre murió atropellado ante sus ojos (aunque tal vez eran sólo cuentos de las chismosas del barrio). Desde ese día (siempre según las urracas del sector) tocaba sin parar aquel tambor, regalo de su padre.
Alguna vez su madre desesperada se lo quitó provocándole un espantoso ataque. La madre soportó sólo unos segundos de gritos y convulsiones antes de rendirse y devolverle el tambor. Después de eso empezó a hacer oídos sordos al incesante “tam-tam-tam” y a los reclamos de los vecinos.
A mi me importaba una mierda si era retrasado o no. Estaba harto del maldito tambor y me juré a mi mismo que si al volver del trabajo el subnormal ese estaba en la terraza, le quitaría el maldito instrumento y lo echaría a la basura. Por mí le podía dar un ataque o darle veinte.
Tam-tam-tam
Me fui a la ducha cagándome en mi suerte, en los mongólicos y en el hijo de puta que inventó el tambor.



Cuando salí a buscar el auto para irme a trabajar lo vi sentado como siempre, con la mirada perdida mientras movía con torpeza una única baqueta.
Tam-tam-tam
Estuve a punto de ir en ese instante y quitarle el mugroso trasto de una vez por todas pero decidí largarme.
-Ya ajustaremos cuentas tú y yo- Amenacé en voz baja.
Aquel día se me hizo eterna la jornada en la oficina. Estaba ansioso por volver a casa y acabar con el maldito problema del tambor. Parecía ser el comienzo de una nueva era de silencio.
Cuando regresé a casa el niño no estaba. Según me comentaron (sin yo preguntar) las cacatúas del barrio, su madre lo había llevado al médico. Al neurólogo según una, al psiquiatra según otra.
-Al veterinario- me dije.
Aquellos momentos de silencio no eran frecuentes en mi hogar desde que aquel subnormal se había mudado al lado, así que subí a la buhardilla a hacer una de las cosas que más me relajaba: limpiar mi pistola.
Cuando mi vieja Beretta ya estaba bien aceitada empezó de nuevo la tortura.
Tam-tam-tam
Miré por la ventana y lo vi sentado en la misma posición de siempre.
Aún me pregunto porque no metí la pistola en el cajón. La guardé en el bolsillo de mi chaqueta distraído y bajé las escaleras gruñendo.
Me planté frente a él y grité:
-¡Dame el puto tambor!
Tam-tam-tam
Aquel desesperante golpeteo fue toda la respuesta que obtuve del maldito enano que ni me miró.
-¡Que me des el maldito tambor!
Tam-tam-tam
 

Se lo intenté arrebatar y resultó más complicado de lo que creía. Abrazó su posesión con todas sus fuerzas y forcejeó dando gritos.
Me di cuenta que las cortinas de las casas cercanas se abrían insinuando cabezas curiosas. En ese momento no me importaban los vecinos, seguí forcejeando con el retrasado ese que no sé de dónde había sacado tantas fuerzas.
Estaba a punto de salirme con la mía cuando en un rápido movimiento mordió mi mano hasta hacerla sangrar.
-Maldito hijo de...
El disparo nos sorprendió a ambos. El me miraba con asombro, sin saber qué sucedía. Yo miraba con igual asombro mi reflejo en la ventana, la pistola humeante, la sangre en mi camisa...
Sin soltar el arma me giré para darme cuenta que las cabezas habían desaparecido y las cortinas habían vuelto a su sitio. La policía llegó  rápido y me detuvo con brutalidad. Yo no sentí nada.
De eso hace ya algún tiempo. No sé cuánto. Mi estadía en prisión ha pasado como un sueño confuso.
Los otros presos me insultan y me amenazan de muerte. Los guardias me han golpeado en más de una ocasión exigiéndome que pare. Me gustaría complacerlos, en serio, pero no puedo. Es mi castigo, mi verdadera condena.
Paso el día y la noche golpeando cualquier cosa que pueda usar como improvisado tambor.
Tam-tam-tam


sábado, 3 de enero de 2015

Pajarraco



Desde que se sentó a mi lado supe que era un pesado. No llevaba más de cinco minutos junto a él y ya había visto las fotos de sus dos hijas y la cicatriz que le había dejado una operación de no sé qué.
Me arrepentí de haber echado a la basura el sedante que me ofreció otro pasajero.
Nueve horas de vuelo hasta La Habana y me toca el pasajero más parlanchín del avión.
-¿A qué se dedica?- Preguntó aquel pajarraco de corbata casi tan chillona como él.
-Soy ingeniero aeronáutico.
-¿Entonces fabrica aviones?
Sabía que no podría deshacerme de él y decidí darle cuerda un rato. De todas maneras la película era un asco.
-Sólo partes de ellos. Mi compañía trabajó en algunas cosas de este modelo de Boeing.
-Entonces... ¿Puede usted garantizarme que este avión está bien hecho?
-No. La verdad es que no. No se lo puedo jurar.
El avión dio una fuerte sacudida. Una azafata cayó de forma muy fea y se nos ordenó abrocharnos los cinturones.
-¿Es eso normal?- preguntó con cara de angustia.
-¿Que nos pidan abrocharnos los cinturones? Sí, es normal. Que la azafata se haya dado en el trasero, también.
-Me refería a la sacudida, hombre.
-No estamos en una zona de turbulencias. Lo cierto es que ha sido bastante atípica.
Una segunda sacudida mucho más violenta hizo que el pánico se apoderara de algunos pasajeros. La cabeza me empezaba a doler.
-¿No va a hacer algo?- preguntó apretándome el brazo con fuerza. Le quité la mano y lo miré con extrañeza.
-¿Yo?
-Sí. Usted es ingeniero.
-Necesito una copa.
-Dios. Y aún no he escrito un libro ni plantado un árbol.
-¿Qué?
-Ya sabe. Se supone que para morir realizado se necesita haber plantado un árbol, tenido un hijo y escrito un libro.
-Vaya estupidez- Contesté intentando recordar dónde había oído eso mismo.
-Al menos tengo dos hijas- continuó con el asunto el pajarraco.
-¿Dos?
-¡Sí, hombre! Le he mostrado las fotos hace nada.
-Es cierto, lo había olvidado. Bueno, ya que tiene dos, puede contar una como árbol.
-¿Cree que se puede?, yo creo que eso sería hacer trampas.
-Usted mismo- le dije con indiferencia.
En ese momento miré por la ventanilla y observé como un motor explotaba arrancando un trozo de ala del avión.
-Yo que usted, amigo, contaría a una de sus niñas como árbol.
-¿Por qué?
-Eso le dejaría unos noventa segundos para escribir un libro.