lunes, 8 de diciembre de 2014

La bella durmiente

Ahí estaba, profundamente dormida  junto a mí. Insensible al traqueteo desproporcionado de un bus nuevo en una calle bien asfaltada. La miré de reojo como si intentara curiosear algo en el pasillo. Decidí que era lo más hermoso que había visto en años y saqué mi smartphone para distraerme, tratando de fingir que ella no existía 
Cada pocos segundos mi cuello, sobre el que yo no tenía ya control alguno, se giraba y posicionaba para que mis ojos cumplieran la orden que yo no me atrevía a darles.  Su reloj dorado estaba adelantado al mío y concluí,  por sentir que sabía algo sobre ella, que lo adelantaba para llegar puntual.  
Me fijé sin disimulo en sus largas pestañas pero no logré sacarles información alguna.  
Observé sus manos finas, de cuidada manicura, y pensé en el elevado amperaje que achicharraría mi cuerpo si me tocaran.   
La mañana estaba fresca pero yo me aflojaba la corbata entre sudores nerviosos. Mi pulgar se movía frenético y comprendí que estaba escribiendo en el teléfono todos los desvaríos enamorados que tal vez ahora alguien esté leyendo.  
Su cabeza se inclinó hasta terminar apoyada en mi hombro y ya no supe qué hacer. Su cabello rozaba la boca entreabierta y pensé en acomodar el mechón intruso, pero no hubo huevos.  
Mi corazón latía a un ritmo infernal. ¡Cálmate imbécil! Le ordené. Mi temperatura y mi respiración se habían disparado a unos niveles que no podían ser sanos. Metí la mano en mi bolsillo sin decidirme a tomar la medicación.  
Bájate del bus antes que ocurra una tragedia, me dije. Movió una mano hasta acomodarla sobre mi pierna. Los labios cerca de mi cuello, la respiración plácida y tibia. ¡Mierda, qué hago!  
¿Y si la beso? Tal vez está despierta y esconde tras su disfraz de bella durmiente, el anhelo de que por fin tome la iniciativa. Empecé a acomodarme cuidadosamente; nadie en el bus atestado se había fijado en lo que ocurría entre ella y yo. Vistos desde su óptica seguramente se trataba de una chica hermosa reposando en el hombro de su amado.  
El bus frenó bruscamente y ella sin abrir los ojos quitó la mano de mi regazo y giró la cabeza hacia el pasillo. Maldije mi suerte y contuve con esfuerzo mi enfado con ese conductor idiota que había dañado mi oportunidad o que tal vez me había salvado de meterme en un lío.  
Un pasajero parado a pocos centímetros de ella la observaba con marcado interés así que lancé lo que  pretendía que fuera un carraspeo pero sonó como un rugido. Igual que hice yo antes sacó su teléfono y trató de quitar los ojos de la que ahora suponía mi novia.  
No podía ver su rostro, pero su cuello era tan hipnótico como el resto de ella. Su pecho permanecía oculto tras lo que parecía el uniforme de algo relacionado con el sector salud; una enfermera, posiblemente. Se adivinaba voluptuoso y el no ver pero intuir alimentaba más mi deseo.  
Nuevamente movió la mano hasta dejarla a pocos centímetros de la mía. Mi mano inició un movimiento lento, milímetro a milímetro buscando disminuir la distancia. Me pareció que transcurrieron siglos pero estaba a punto de lograrlo: Nuestro primer contacto piel con piel, sin estorbosas telas oponiéndose.  
Entonces abrió los ojos.  
Eran de un hermoso color miel, casi de oro. Como si llevara algún tipo de GPS mental miró satisfecha por la ventana y se dijo "justo a tiempo". Debía faltarle poco para llegar a su destino, pero lo suficiente como para permitirse acomodar con calma el contenido de su bolso, arreglar su cabello y llevarse a la boca un caramelo.  
Yo rabiaba viendo sus ceremoniales, suplicando al cielo y al infierno por unos minutos más con ella, pero ninguno de los dos me escuchó. La bella durmiente se puso en pie y atravesó rápidamente el ahora mucho más despejado vehículo.  
En la parada un hombre muy alto y un niño pequeño se levantaron sonrientes al verla descender del bus. El niño se abrazó a su pierna y él la besó distraídamente, como sólo lo haría el que está más que acostumbrado a sumergirse en esos labios perfectos.  
Golpeé con fuerza mi puño contra el cristal sobresaltando al anciano que iba ahora a mi lado. A través de mis lágrimas vi cómo se alejaban los tres agarrados de la mano.  
Me sentía engañado, burlado, destruido.  
Engañado por esas pestañas que no me dijeron nada.  
Burlado por esa mano sin anillo.  
Destruido por ese infame que me la quitó incluso antes de que yo pudiera saber que ella existía.  
El bus empezó a moverse nuevamente y grité sin pensar pidiendo que se detuviera. El conductor miró mi cara de loco y decidió que podía estar lo suficientemente desequilibrado como para que resultara mejor obedecerme. Esperó a que me bajara y se alejó a toda velocidad.  
No estaban lejos, no tenían prisa. Seguramente ella había tenido turno de noche en algún hospital y ahora regresaba cansada a disfrutar de su familia. El niño le contaría emocionado los pormenores de la noche anterior, luego desayunarían juntos y el pequeño se quedaría viendo televisión mientras él la llevaba a la cama y le hacía el amor para que ella durmiera más plácidamente. Los seguí a cierta distancia hasta que entraron a un edificio de cinco plantas. Me quedé mirando la fachada durante varios minutos y había decidido que era hora de marcharme cuando ella apareció. Se asomó al balcón más elevado con una camiseta que seguro era de él, dejando al descubierto unas piernas magníficas. Llevaba una taza de café sujeta con las dos manos y constantemente giraba la cabeza riendo por algo que ocurría a sus espaldas.  
Después de unos minutos entró y cerró la puerta de vidrio para no reaparecer más.  
Ahora sí, reconfortada por el café, debía estar revolcándose en la cama con aquel cerdo. Burlándose del idiota del bus. 
Agarré una piedra del tamaño de mi puño y la arrojé con fuerza contra su ventana pero era más pesada de lo que yo creía y le pegué a una anciana en la tercera planta.  
La sangre corrió de forma escandalosa y yo también corrí. Corrí sin prestar atención a los gritos de una turba numerosa. Corrí ignorando el cada vez más fuerte ulular de sirenas.  
Un par de adolescentes entraban en un conjunto residencial y aproveché para colarme entre las protestas de los chicos y las amenazas del portero. Giré a la izquierda en una pared de ladrillos rojos que anunciaba en letras doradas "Torre 1". Subí al ascensor y oprimí el 14.  
Me bajé en lo que en realidad debía ser el trece y subí un pequeño tramo de escaleras hasta llegar a la azotea que no estaba cerrada con llave. Miré hacia abajo y me di cuenta del caos que había desatado. En cuestión de minutos la calle se había llenado de policías, periodistas y cientos de curiosos.   
Bloqueé la puerta de la azotea y me senté a mirar. Al poco rato llegaron las primeras ambulancias y un camión de bomberos.  
¡Mamá, estoy en la tele! Grité mientras descendía a la velocidad del viento. 


  

2 comentarios: