Ahí estaba, profundamente dormida junto a mí. Insensible al traqueteo desproporcionado de un bus nuevo en una calle
bien asfaltada. La miré de reojo como si intentara curiosear algo en el
pasillo. Decidí que era lo más hermoso que había visto en años y saqué mi smartphone para distraerme, tratando de fingir que ella no existía.
Cada pocos segundos mi
cuello, sobre el que yo no tenía ya control alguno, se giraba y posicionaba
para que mis ojos cumplieran la orden que yo no me atrevía a darles. Su
reloj dorado estaba adelantado al mío y
concluí, por sentir que sabía algo sobre
ella, que lo adelantaba para llegar puntual.
Me fijé sin disimulo en
sus largas pestañas pero no logré sacarles información alguna.
Observé sus manos finas, de cuidada manicura, y pensé en el elevado amperaje
que achicharraría mi cuerpo si me tocaran.
La mañana estaba fresca
pero yo me aflojaba la corbata entre sudores nerviosos. Mi pulgar se movía
frenético y comprendí que estaba escribiendo en el teléfono todos los desvaríos
enamorados que tal vez ahora alguien esté leyendo.
Su cabeza se inclinó
hasta terminar apoyada en mi hombro y ya no supe qué hacer. Su cabello rozaba la boca entreabierta y pensé en acomodar el mechón intruso, pero no hubo huevos.
Mi corazón latía a un
ritmo infernal. ¡Cálmate imbécil! Le ordené. Mi temperatura y mi respiración se
habían disparado a unos niveles que no podían ser sanos. Metí la mano en mi bolsillo sin decidirme a tomar la medicación.
Bájate del bus antes
que ocurra una tragedia, me dije. Movió una mano hasta acomodarla sobre mi
pierna. Los labios cerca de mi cuello, la respiración plácida y tibia. ¡Mierda,
qué hago!
¿Y si la beso? Tal vez
está despierta y esconde tras su disfraz de bella durmiente, el anhelo de que
por fin tome la iniciativa. Empecé a acomodarme cuidadosamente; nadie en el bus
atestado se había fijado en lo que ocurría entre ella y yo. Vistos desde su
óptica seguramente se trataba de una chica hermosa reposando en el hombro de su
amado.
El bus frenó
bruscamente y ella sin abrir los ojos quitó la mano de mi regazo y giró la cabeza
hacia el pasillo. Maldije mi suerte y contuve con esfuerzo mi enfado con ese
conductor idiota que había dañado mi oportunidad o que tal vez me había salvado de meterme en un lío.
Un pasajero parado a
pocos centímetros de ella la observaba con marcado interés así que lancé lo
que pretendía que fuera un carraspeo pero sonó como un rugido. Igual que
hice yo antes sacó su teléfono y trató de quitar los ojos de la que ahora suponía mi
novia.
No podía ver su rostro,
pero su cuello era tan hipnótico como el resto de ella. Su pecho permanecía
oculto tras lo que parecía el uniforme de algo relacionado con el sector salud;
una enfermera, posiblemente. Se adivinaba voluptuoso y el no ver pero intuir alimentaba más mi deseo.
Nuevamente movió la
mano hasta dejarla a pocos centímetros de la mía. Mi mano inició un movimiento
lento, milímetro a milímetro buscando disminuir la distancia. Me pareció que
transcurrieron siglos pero estaba a punto de lograrlo: Nuestro primer contacto
piel con piel, sin estorbosas telas oponiéndose.
Entonces abrió los
ojos.
Eran de un hermoso
color miel, casi de oro. Como si llevara algún tipo de GPS mental miró
satisfecha por la ventana y se dijo "justo a tiempo". Debía faltarle
poco para llegar a su destino, pero lo suficiente como para permitirse acomodar
con calma el contenido de su bolso, arreglar su cabello y
llevarse a la boca un caramelo.
Yo rabiaba viendo sus ceremoniales, suplicando al
cielo y al infierno por unos minutos más con ella, pero ninguno de los dos me escuchó. La bella durmiente se puso en pie y atravesó rápidamente el ahora mucho más despejado vehículo.
En la parada un hombre
muy alto y un niño pequeño se levantaron sonrientes al verla descender del bus.
El niño se abrazó a su pierna y él la besó distraídamente,
como sólo lo haría el que está más que acostumbrado a sumergirse en esos labios
perfectos.
Golpeé con fuerza mi
puño contra el cristal sobresaltando al anciano que iba ahora a mi lado. A
través de mis lágrimas vi cómo se alejaban los tres agarrados de la mano.
Me sentía engañado,
burlado, destruido.
Engañado por esas
pestañas que no me dijeron nada.
Burlado por esa mano
sin anillo.
Destruido por ese
infame que me la quitó incluso antes de que yo pudiera saber que ella existía.
El bus empezó a moverse
nuevamente y grité sin pensar pidiendo que se detuviera. El conductor miró mi
cara de loco y decidió que podía estar lo suficientemente desequilibrado como para que resultara mejor obedecerme. Esperó a que me bajara y se alejó a
toda velocidad.
No estaban lejos, no
tenían prisa. Seguramente ella había tenido turno de noche en algún hospital y
ahora regresaba cansada a disfrutar de su familia. El niño le contaría emocionado los pormenores de la
noche anterior, luego desayunarían juntos y el pequeño se quedaría viendo televisión mientras él la
llevaba a la cama y le hacía el amor para que ella durmiera más plácidamente.
Los seguí a cierta distancia hasta que entraron a un edificio de cinco plantas.
Me quedé mirando la fachada durante varios minutos y había decidido que era
hora de marcharme cuando ella apareció. Se asomó al balcón más elevado con una camiseta que seguro era
de él, dejando al descubierto unas piernas magníficas. Llevaba una taza de café
sujeta con las dos manos y constantemente giraba la cabeza riendo por algo que
ocurría a sus espaldas.
Después de unos minutos
entró y cerró la puerta de vidrio para no reaparecer más.
Ahora sí, reconfortada
por el café, debía estar revolcándose en la cama con aquel cerdo. Burlándose
del idiota del bus.
Agarré una piedra del
tamaño de mi puño y la arrojé con fuerza contra su ventana pero era más pesada
de lo que yo creía y le pegué a una anciana en la tercera planta.
La sangre corrió de
forma escandalosa y yo también corrí. Corrí sin prestar atención a los gritos
de una turba numerosa. Corrí ignorando el cada vez más fuerte ulular de
sirenas.
Un par de adolescentes
entraban en un conjunto residencial y aproveché para colarme entre las
protestas de los chicos y las amenazas del portero. Giré a la izquierda en una
pared de ladrillos rojos que anunciaba en letras doradas "Torre 1".
Subí al ascensor y oprimí el 14.
Me bajé en lo que en
realidad debía ser el trece y subí un pequeño tramo de escaleras hasta llegar a
la azotea que no estaba cerrada con llave. Miré hacia abajo y me di cuenta
del caos que había desatado. En cuestión de minutos la calle se había llenado
de policías, periodistas y cientos de curiosos.
Bloqueé la puerta de la
azotea y me senté a mirar. Al poco rato llegaron las primeras ambulancias y un
camión de bomberos.
¡Mamá, estoy en la tele! Grité mientras descendía a la
velocidad del viento.
XD, buenísimo. Vaya historia de amor truncada. Me encantó. Un abrazo
ResponderEliminarGracias Lía. Abrazotes.
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